RUTA GUSTAVO ADOLFO BÉCQUER

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Gustavo Adolfo Bécquer estuvo en Tudela un día, mediado el mes de Abril, de 1864. Llegó a la estación de Tudela por la mañana, después de haber pasado toda la noche en tren desde Madrid; tomó la diligencia hasta Tarazona y luego accedió hasta el Monasterio de Veruela, etapa final de su viaje que vívidamente relata en la primera de sus Cartas desde mi celda.

Los hermanos Bécquer conocían el entorno soriano del Moncayo no solo con ocasión de haber visitado al tío Curro que vivía en Soria desde los años cincuenta del siglo XIX, sino porque casado Gustavo con Casta Esteban, los veranos de 1861 y 1862 los pasaba el matrimonio en Noviercas, pueblo donde Casta mantenía una casa, desde donde podían hacer excursiones a los alrededores y posiblemente a tomar las aguas al Balneario de Fitero, acaso ya desde el verano de 1861. Poco más de dos horas hubiera costado al matrimonio Bécquer hacer una escapada a Tudela, pues ¿desde Tudela se va en diligencia a Fitero?.

En las tres etapas de ese simbólico viaje al pasado que se narra en la Primera Carta, (el ferrocarril, la Edad Moderna; la diligencia, los principios del s. XIX; la caballería, los tiempos remotos), de Madrid a Veruela, y en cuya interpretación coinciden varios becqueristas desde que Marcos Castillo lo señalara, Tudela se encuentra como estación de término, -y de segunda clase, por más señas-, de la época moderna.

Tudela, en la primavera de 1864 era un pueblón grande rayando los 8.000 habitantes donde se vivía, principalmente de la agricultura, la ganadería y bastante del comercio. Irradiaba su influencia sobre una amplia comarca pero su autoridad quedaba en equilibrio, -cuando no ensombrecida-, por la vecina y más antigua Tarazona. Bécquer lo nota: Tarazona es una ciudad pequeña y antigua: más lejos del movimiento que Tudela, no se nota en ella el mismo adelanto, pero tiene un carácter más original y artístico».

El ferrocarril, medio empleado por Gustavo Adolfo en su primera etapa del viaje desde Madrid, había llegado a Tudela dos años antes: concretamente el 29 de Abril de 1861.

Por entonces la estación del ferrocarril estaba en las afueras de la ciudad y era necesario dirigirse al centro por el llamado Camino de Zaragoza, carretera que se dirige a esta población y que estaba flanqueada por descampados o por las tapias de los grandes corralones del extrarradio. Gustavo Adolfo se dirigía hacia el centro pasando, en primer lugar por el llamado Paseo Nuevo (hoy el amenísimo y muy frecuentado Paseo de Invierno),. Al fondo a la derecha de aquel espacio público se había construido la nueva plaza de toros en 1842, «circular y más cómoda que la que se utilizaba», que era nada menos que la plaza principal o de la Constitución, actualmente de los Fueros, que fue construida entre 1687 y 1691. Del Paseo Nuevo hasta la Plazuela de Zaragoza, apenas si median ciento cincuenta metros de suave descenso, desde cuya perspectiva pudo Gustavo Adolfo divisar las torres de la Catedral recortándose delante del descarnado cerro arcilloso de Santa Bárbara donde otrora se había erigido la desafiante mole de la alcazaba musulmana que se transformó, al correr de los siglos, en castillo de los reyes cristianos de Navarra hasta que en 1516 el Cardenal Cisneros ordenara demoler lo que quedaba de alcázar y murallas en Tudela, permaneciendo a la vista de Bécquer tan sólo un primer piso de la torre del homenaje, bastante maltrecho por cierto y unos pocos girones, de enorme tamaño, esparcidos por las laderas, igual que los habría visto en Soria, por ejemplo, por el cerro de castillo.

Pudo ver también la torres mudéjar del Palacio Decanal, aposento oficial del Deán de Tudela, superior jerarca eclesiástico de la Colegiata, que en ese año de 1864 era D. Celedonio Oviedo. A mitad del siglo XIX la vida comercial de la ciudad estaba en el corazón de la urbe antigua, en el entorno de la Plaza de S. Jaime, verdadero centro económico y social, continuador de la tradición musulmana que entonces tenía establecido esa zona el mercadal y posiblemente la alcaicería la cual, según intuye mi buen amigo, pudo estar situada en un callejón, hoy sin salida, de la calle del Juicio. Las tiendas se esparcían por sus calles pero estaban más concentradas en la Plaza de San Jaime, Carnicerías, calle del Roso, Rúa, Plaza Vieja, las dos Concareras (alta y baja) y Mercado de Cristina. Donde era obligado vender la carne y el pescado del mar; el resto de mercancías podían venderse en cualquier tienda.

En este punto de la carretera de Zaragoza que se ensancha ligeramente Bécquer y su guía giran a la izquierda para entrar en la Carrera de las Monjas, o Carrera a secas, a cuyo inicio la calle se encuentra flanqueada por dos edificios siendo el de la derecha el Palacete del Marqués de Montesa, un elegante caserón construido en la segunda mitad del siglo XVIII, con su enorme y señorial mirador, añadido posteriormente, y toques neoclásicos, (que se advierten en los frontones sobre las balconadas. La contemplación exterior de este Palacio serviría para evocar en Bécquer lo que había dejado en Madrid: la vida social de los salones y su variante de menor escala, las tertulias. En las ciudades pequeñas abundaban las tertulias que era el modo más agradable de pasar el tiempo final del día en todas las épocas del año.

Justo enfrente del Palacio de Montesa y al otro lado de la calle, por la acera de la izquierda, el primer edificio era un gran caserón con enorme patio trasero donde se guardaban caballerías y carruajes y paraban las diligencias. A mediados del siglo XIX era fonda, propiedad de D. Benito Gaztambide.

Curiosa calle, esta de la Carrera, cuyo paso acometía Bécquer con su guía en dirección a la Plaza de -entonces- La Constitución. Curiosa porque, a pesar de su relativa modernidad, sorprende que no sea recta y describa un arco y estrechamiento en su tercio más próximo a la Plaza y que ese año de 1864 se cubrió con losa una acequia de riego que discurría por la misma, medida con la que se paliaba, en parte, la ruralidad de la calle más sic (por chic), de Tudela, al decir de Mariano Sáinz.

Tras la casa de Gaztambide estaba la verja de acceso al convento de las Clarisas, que habían dado apellido a La Carrera (de las Monjas), desde que se instalaron allí en el siglo XVI, ocupando una extensa manzana al construir convento, iglesia, huerta y patios. Hacia 1970 una ambiciosa operación urbanística transformó el convento en una manzana de casas con plaza interior cuyo conjunto recibe el popular nombre de Las Claras en recuerdo de estas monjas de clausura que en la actualidad mantienen un moderno convento en el extrarradio.

A izquierda y derecha viejos y nuevos edificios donde vivía lo más esclarecido de la sociedad tudelana que podía pagarse un piso en alquiler pues aunque algunos propietarios vivían en sus casas de la Carrera, estas daban de sí como para alquilarlas a familias enteras que, casi sin excepción, convivían además con una o dos sirvientas de entre 12 y 25 años, edad casi tope para tomar estado y dejar el oficio. Abriéndose en los locales de la planta baja algunas tiendas distinguidas donde la incipiente burguesía de la ciudad podía surtirse de géneros singulares o vestir según las modas del momento, como por ejemplo en la sastrería del inglés, (de Gibraltar), D. Juan Emmi. O talleres, como el del escultor Julián Jaray o el de tipografía de D. Pablo Doumert, (de quien se dice que nadie tuvo el gusto de verle reír); los tres, por cierto distinguidos elementos de ideología republicana y activos militantes de su comité local.

Instalado ya Bécquer después de almorzar en una diligencia tan bien aprovechada de clientes que más le parece un omnibus, sigue con su descripción viva de cuanto le acontece y rodea. Imaginamos la diligencia cruzar la Plaza prácticamente al galope pues al poco de encarar por el arco de la izquierda la calle del Trinquete, (llamada así por encontrarse el juego de pelota en esa calle, a la derecha hacia la ribera del Queíles), se inicia una progresiva cuesta arriba donde las mulas tendrían que tirar mucho del carruaje: la Cuesta de Loreto, en el camino de Cascante, que se había convertido en carretera en 1860, y que se coronaba en el cementerio desde donde se podía dominar una vista panorámica de Tudela. A los pocos metros. Las torres de Tudela desaparecieron detrás de una loma bordada de viñedos y olivares, campos que acompañan a los viajeros hasta Tarazona, despidiendo Bécquer la ciudad, para siempre, de su universo poético, si bien de manera sencilla pero enormemente lírica.

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